A la lengua se le encontró
la utilidad perversa
de no entenderse,
si alguien habla raro
es considerado extraño,
la voz que nos suena distinto
es un proyectil certero
que rompe desde lejos nuestro confort.
¿Y queremos conversar hasta la extenuación
sin sentarnos con la voluntad de escuchar otro aullido
que no sea la repetición de nuestro pensamiento?