Cuando el mañana se convierte en alerta.

No me acuerdo cuando comenzó este despropósito, este miedo inacabable al tiempo meteorológico, podría ser cuando nos dimos cuenta, a pesar de los avances en la ciencia que pronosticaban lo contrario a principios del siglo veinte, que al otro, al que transcurre sin pausa y sin prisa, es inútil amarlo como temerlo. Entonces, parece ser, volvimos la cara a las nubes, al viento, al sol, colocando con más ahínco nuestras frustraciones sobre los dioses meteorológicos.

Cuando pequeño llovía (sencillamente), se producía una tormenta, otro día hacía mucho viento y te advertían que no anduvieses por la acera pegado a los edificios, podría caerte una maceta, eso que solamente ocurría en los tebeos, pero que según los adultos era posible.Yo como niño me reía de todo eso, de la lluvia, corría a través de ella y volaba con el abrigo abierto atrapando las máximas gotas posibles, el sol era un gran amigo que me ayudaba a sonrojar mis mejillas blancas y pecosas, me cargaba las pilas, el viento un aliado con el que jugar a juegos de lucha o de persecución con una pelota de plástico amarillo con pentágonos negros, y la nieve un mundo infinito de posibilidades para la imaginación.

No quiere decir que el tiempo no produjese destrozos y sufrimientos. Pero de ahí a temerlo por sistema existe un trecho.

Lo que ha ido en aumento(algo bueno tendría que tener) es el lanzamiento de reporteros a las calles y a los lugares más castigados por el fenómeno que toque en cuestión ese día, cuando hace calor, hace mucho, y el reportero a las tres de la tarde, al sol, junto a un termómetro que marca una temperatura próxima al interior del sol, sonriente, nos indica qué nos mantengamos a la sombra, huyendo de ese mismo sol que lo está torrando, y qué bebamos mucha agua. El mismo periodista unos meses después se introducirá en un lugar inundado para que sepamos la profundidad exacta, por si se nos ocurre pasar por allí sepamos elegir la altura de las botas del agua. O entre una ventisca de nieve, atrapado en un puerto de montaña ( a no ser que sea un holograma o un superhéroe) nos explicará que protección civil recomienda no hacer desplazamientos si no son estrictamente necesarios. Y todos pensaremos cómo saldrá esta vez de esta. Pues saldrá, porque a la semana siguiente lo veremos apostado, y con su misma cara sonriente, junto a un montón de rocas en un desprendimiento sobre una carretera, indicando lo peligroso que es acercarse a ese lugar por la alta posibilidad de más desplazamientos de tierra.

En estos tiempos mañana no va a llover para regar el campo y llenar los embalses, estaremos en alerta amarilla por precipitaciones, no hará calor, ni frío, ni nevará. Queremos controlar tanto que cuando no lo conseguimos, a eso que no nos obedece lo consideramos enemigo. Yo pienso que deberíamos dejarnos fluir por el tiempo, los dos, el meteorológico y ese misterioso del reloj, no nos queda otra, mecernos por sus vericuetos intentando comprender y a la vez no, sumirnos sin bracear, no temerlos porque no sirve de nada. El conocimiento de lo que va a ocurrir debe servir, claro, pero no para acobardarnos, sino para aprovechar mejor el mañana que va a ser lluvioso:  paseemos bajo el paraguas observando un horizonte verde y gris; o hará viento: dejémonos zarandear; o nevará: preparemos los guantes y desempolvemos las risas y hasta las carcajadas que nos producirá  la visión hipnótica del manto blanco.

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