Mi recuerdo y yo somos este país de memorias tan dispares, un territorio que guarda en cada rincón una sorpresa olvidada. Nos parecemos tanto que nuestras luchas más encarnizadas han sido por intentar ser diferentes. Vivimos en el mejor pueblo, en la mejor ciudad, y paradójicamente cuando viajamos, intentamos que sea lejos, nos gusta mucho el lugar que nos acoge por unos días, más que ninguno en la tierra. Somos amantes del terruño, de los ritos unidos a él, de su memoria inventada como todas, de los odios y amores que se sucedieron antes de que naciéramos. A todo esto, si somos valientes, le llamamos nacionalismo bueno en contraposición al que tienen los demás. Y si somos cobardes le llamaremos amor.
Mi memoria, la de este país, es un auténtico disparate, es un torbellino de vidas, un manantial de invenciones, no me obedece como a mí me gustaría, suele traer imágenes que intento descifrar convirtiéndolas en palabras que terminan construyendo collages delante de los ojos. No siempre me resulta fácil, y además existe un último paso en mi pensamiento que no entiendo(que me complica la vida muchísimo), y del que no logro librarme, es mi enganche, mi obsesión, a veces lo considero absurdo y una pérdida de tiempo. Este último paso o descenso a lugares ignotos consiste en expulsar lo que gira y gira sin respuesta para lograr verlo desde fuera por si por casualidad alguien se percatara de la respuesta, o yo mismo. La escritura es el arte de perseguir espejismos, creer encontrar las contestaciones al fondo cuando ya desfallecido por la travesía del desierto te es conferida una esperanza efímera que tocas apenas con los dedos. Lo que ya he aprendido y considero un verdadero efecto secundario de esta manía por escribir, es que toda incipiente respuesta lleva un racimo de preguntas.
Pero en términos de preguntas y respuestas es la memoria y este país los que mandan, vivo a su merced, intento recapacitar todo lo que puedo e intento guiarme por la razón. Cuando encuentro algo parecido a una solución esta explosiona arrasando, dejando miríadas de eriales tras su onda expansiva. Los recuerdos de la niñez se hincaron con arpones y son los que piensan por el adulto al que el espejo se encarga de ajustar su tiempo. Recorremos la vida intentando modelar esos recuerdos para que no nos duelan o admitiéndolos como verdad absoluta.
De la posición elegida se podría deducir dos tipos de personas. Pero por mucho que nos afanemos en ello, y lo creamos a pie juntillas no hay dos, ni personas ni Españas. Desde las guerras carlistas y seguramente más allá, nos han dado a elegir entre dos formas de mirar olvidando la nuestra, la única e intransferible con la que cada uno ve, obligándonos a posicionar nuestra memoria en un bando. Existen las malas personas (en mi opinión, menores en número) que son las que más se implican en dirigir por su camino al mundo, y las buenas que les cuesta más, que por dejación en la vigilancia y la lucha, solo desean vivir tranquilos, han permitido más los desastres. ¿Otra vez dos bandos? No, no hay bandos que valgan, todo es una lucha, no hay que dar nada por conseguido, y sin vigilancia nos harán creer que hacen falta los bandos, y no, solamente necesitamos la libertad para manifestarnos como cada uno se siente.
Este país y yo no tenemos título, nos pusieron un nombre que se diluyó con el tiempo, el sol se comió la tinta. Cómo nos sentimos huérfanos nos auto-otorgamos un seudónimo, pero para entendernos, tampoco este significa algo más allá de unas cuantas letras con un orden concreto. Somos un invento de memorias, nos cuesta admitir nuestra historia, no deseamos escarbar por un supuesto miedo. Construir memoria, sentimos que es olvidar. Entablar un diálogo con el futuro es una costumbre poco extendida en este país y en mí.
Solamente entiendo el camino pertrechado con dos palabras: justicia y libertad. Siempre andamos demasiados cargados. Las buscamos entre las maletas. Los recuerdos las borran de ellas por alguna razón, no existen, se escribieron en papel degradable, en tinta de limón. Pero alguien las rememorará, soy optimista, las pondrá en valor. De nosotros, los auto-considerados buenos, depende saber identificar las señales y no perdernos entre la infinitud de recuerdos adornados por una historia escrita.
Deconstruir lo aprendido es un trabajo que cuesta una vida.
No esperemos a arrepentirnos, disfrutemos equivocandonos.