Una noche extraña, hermética, silenciosa. Los camiones no circulaban. Excepcionalmente ocurría este prodigio y la familia se reunía en una especie de comunión mística. La noche era el momento de aprovisionarse y de realizar las demás obligaciones que rigen la subsistencia. Agarrados y unidos pies con pies, brazos con brazos, se pasaban los trozos de comida con camaradería, y hablaban. Apenas se veía, pues el resplandor del tubo del gas era lo único que alumbraba aquel paraje cuyo oscurecido cielo por el humo se asemejaba a una cúpula sólida, se conocían y conocían su territorio de memoria, y donde ésta no llegaba lo hacía el tacto, su especialidad como grupo desde siempre fue moverse en la sombra.
Acercó la mano a su muslo, palpó la herida, de ella manaba un líquido viscoso, se derramaba como lágrimas, le mojaban lentamente el pantalón. Su madre le dijo que se cerraría. Él preguntó cuándo. Ella le explicó que aquellas cosas necesitan su tiempo pero que siempre cicatrizan. La miró y su cara despedía un gesto más adusto del habitual, era la más reservada del grupo pero su voluntad y su determinación hacían que todos a su alrededor se sintieran seguros, y eso era muchísimo mejor que las muecas de su hermano mayor, bromista por naturaleza y positivo, pero al que nunca seguirían más, se habían equivocado en su elección, creyeron que ya era adulto únicamente por su estatura, se comportó como un cabecilla inseguro y con una nula capacidad de concebir un plan medianamente estructurado, los había expuesto, la herida no era lo peor que sacaron de la incursión, aparte perdieron algunas armas excelentes durante la carrera al intentar no ser vistos. Al menos pudieron escamotearles la posición exacta de su madriguera. Pero aquella noche no quería complicarse, estaba muy cansado y apenas pensaba con claridad, alejó los pensamientos funestos, solamente disfrutar del silencio, la oscuridad, y del calor de los suyos, aunque pareciese una noche tan antigua como las demás, ésta en particular podía ser mágica y a eso se agarraba, los prodigios se acumulaban, aparte de la ausencia de camiones había recorrido el cielo un bólido, una luz que había pronosticado el día pero que se había extinguido antes de iluminar aunque fuese un trocito de sus desdichas, ni siquiera llegaron a ver el campo de metales que se esparcía delante de la boca de su cobijo.
Eran cinco, cinco huesos duros de roer, sin nada que perder. Pero fuera de su iglú de aluminio debían ser más, ¿Cuántos? no lo sabrían nunca, se escondían igual de bien que ellos e igualmente disponían de poco que perder. Era esa vieja ley del más fuerte que apenas valía ya y que la habían cambiando por el que más resista.
A una de sus hermanas, la mayor, se le ocurrió una idea para solucionar el desaguisado de aquella mañana. Saben que estamos aquí en la explanada de metales, eso no lo podemos solucionar ya, si bien no conocen el punto exacto. Construyamos diez o más bocas, con varias galerías cada una, no son, igual que nosotros demasiado amigos a las incursiones, cada grupo aguanta su parcela y su guarida, y si se atreven a venir a por nosotros se cansaran, los aturdiremos con tantas posibilidades y temerán que en ese tiempo que están perdiendo su hogar esté sucumbiendo al ataque de otros. ¿Si nosotros saliésemos a conquistar nuevas posiciones qué sería lo que temeríamos más?
La madre dijo que nunca se le ocurría mandar tal cosa, su hogar, esa parcela de hierros oxidados y otros metales era la mejor zona para vivir del mundo, a qué conquistar otra, qué necesidad nos movería a hacerlo, esas gentes deben ser demonios ávidos de propagar su peste, sus lugares serán pozos hediondos de los que quieren desertar. La Madre golpeó el pecho del Hermano Mayor antes de dirigirle la palabra, ¿qué pensaste al ponerte en pie?, habíamos puesto toda nuestra confianza en ti y por eso te seguimos sin preguntarnos por lo que estábamos haciendo, unos buenos seguidores siguen sin rechistar, así os lo he enseñado como mis padres lo hicieron conmigo, y luego al andar recuerdo que pisamos tierra, qué mala sensación, os acordáis( se expresaba como si los hechos hubiesen ocurrido hacía días), de los diversos materiales esa tierra húmeda y oscura fue la que me produjo más asco, pasamos cerca de montículos de plásticos ardiendo desprendiendo humo denso, el olor lo tengo aún agarrado a la nariz, también cerca de agua, de la que bebimos y nos aprovisionamos, circulando por las vaguadas, incluso vimos tallos verdes abriéndose camino entre los objetos, aunque aplastamos los que se interpusieron en nuestro camino, no fue suficiente, demasiadas plantas emergían en aquel lugar, me da escalofríos recordarlo, el germen que contiene la tierra es obsceno, asqueroso. Tocó a sus tres hijos con sus manos nervudas. Sois fuertes, os he enseñado a luchar, a defender lo que es vuestro de los diferentes, de lo extranjero, la gente extraña que vive tras la oscuridad, escondidos en oquedades como animales, no os den miedo pues son inferiores, la razón nos la da este hogar que fue nuestro desde siempre, y nuestra propia estirpe.
Él se tocó la pierna, palpitaba con un corazón propio, apenas le dolía, la desazón se había trasladado al resto de su cuerpo, sudaba y deliraba, el bólido se había quedado suspendido y hacía bailar a sombras simiescas sobre la pared de planchas de aluminio blanco, confiaba en las palabras de su madre, se cerraría el volcán de líquido pestilente, pero más confiaba en su mirada lejana, ausente y afirmativa cuando hablaba.
La oscuridad les servía de bálsamo, de manta en la que protegerse, se habían acostumbrado a componer los objetos con el tacto, nadie les podía ganar de noche, conocían las explanadas de metal como las palmas de sus manos, la boca era estrecha, y los sonidos se amplificaban en aquel entorno, ellos se movían a cuatro patas y aún así era imposible hacerlo con sigilo, a cualquier torpe de los acostumbrados a vivir sobre materiales más blandos se le oiría a cientos de metros. La noche era su seguro, y el día su desventaja. Harían caso a su hermana, aprovecharían la ausencia de los camiones para trabajar, construirían bocas de alambres que conducirían a galerías ciegas, corredores que uniesen dos salidas, lo complicarían lo que les diese tiempo en ocho horas. Eran hábiles con los metales, y disponían de los útiles necesarios para trabajarlos, los escucharían trabajar a quilómetros, pero la noche los protegería, para el amanecer habrían terminado, al menos lo suficiente como para que la noche siguiente se sintiesen más seguros.
Se pasaban trozos de una carne indeterminada, traída la noche anterior la hermana pequeña, hacia el sur los camiones habían erigido montículos de carne, y ella había sido la encargada de acercarse, por su tamaño pasaba desapercibida andando a cuatro patas entre las ratas.
El hermano mayor interrumpió la cena intentando explicarse, no quise que ocurriera, fue una casualidad que yo estuviese al mando, no me acordé, necesitaba sentir el sol, esta mañana apareció sin esperarlo, hacía tiempo que las nubes de humo lo escondían, ese viento frío las barrió, y mis piernas hicieron el resto, me erguí, sí, de eso se me puede culpar, lo reconozco, lo sentí así, como si fuese lo más normal y lo hubiese hecho siempre, andar a dos patas, respirar estirando las espalda. Y no me sentí mal, al contrario. Ahora es cuando me culpo. No me acordé de vosotros, que veníais detrás, me obnubilé, no tengo perdón, no me hubiese expuesto si hubiera sido consciente del peligro, fue un mal sueño, ya es tarde, lo sé, pero no pude evitar la atracción, la visión lejana, la luz, los objetos flotando sobre el mar en ondulaciones hipnóticas, madre lo siento, no volverá a ocurrir, comí demasiado anoche, y me levanté delirando, debí confundir conceptos, no sé, me pareció tan real la vida dentro de aquella luz, ya sabéis que tiendo a ser optimista, pero esta vez mi naturaleza me llevó demasiado lejos.
Él se incorporó, aún comían los cuatros miembros de su familia, pero él apenas había probado bocado, su estómago se retorcía, la herida golpeaba como un mazo repetitivo su cabeza. Se la produjo un niño rubio y enclenque que esperaba agazapado detrás de un montículo de ruedas, apareció de repente, y salto sobre él con un piolet herrumbroso en la mano, lo precipitó una única vez sobre su pierna gracias a que su madre se movió con rapidez, le arrebató el arma y le propinó un puntapié, chilló como un perro mientras daba vueltas deslizándose sobre el suelo, sin pararse y ayudado por la inercia del golpe se giró y saltó con ambas piernas al montículo de neumáticos, luego se lanzó de cabeza hacia el lado contrario. El hermano mayor hizo el ademán de perseguirlo, la madre lo detuvo, no debemos separarnos, le agarró obligándole a agacharse. La madre le dijo al hermano mayor: Andemos a cuatro patas, llévanos a dónde nos dirigíamos sin detenernos, no quiero más despistes. El Hermano Mayor los guió aunque todos sabían que la madre había tomado el relevo. Bajaron hacia las vaguadas, pequeños lagos de un líquido con multitud de matices. La visión de plantas intentando nacer les produjo confusión y malestar, pisaron con saña las que pudieron. El mar ascendiendo y descendiendo despojos, chocando contra la playa y dejando un manto de consistencia sólida le volvió a tranquilizar, era una visión esperanzadora. Hasta la línea del horizonte no se percibía ni una fracción de agua desnuda. El niño rubio habría avisado a los suyos, y aunque nadie les podía alcanzar corriendo como cuadrúpedos, la orografía se prestaba a la emboscada. No era la planicie a la que estaban acostumbrados. Los camiones y las palas trabajaban a pleno rendimiento moviendo la basura y cambiando los puntos de orientación, además debían de esconderse de la mirada de los conductores. El día era muy claro, un punto más en su contra, pero era la necesidad con diferencia la que les obligaba a correr más riesgos. Hacía más de dos semanas que los manantiales de aceite que manaban cerca de su guarida se habían secado, y sin ellos no podían mantener su estilo de vida. El aceite lo usaban para calentarse quemándolo, para untárselo sobre la piel y el pelo para protegerlos de los insectos y los piojos, para echárselo por encima a la comida que a veces podía tener sabores no deseables, para impermeabilizar la caverna, una vez seco el aceite se convertía en un plástico delgado y resistente, también lo introducían en moldes y colocándolos sobre el fuego un tiempo que ya habían determinado por la experiencia fabricaban multitud de utensilios, mangos para las herramientas, vajilla, zapatos…
Él, ya incorporado, cojeando, se acercó a los bidones, cinco de veinticinco litros apilados en la zona de la despensa, cuando se acabasen debían hacer el mismo trayecto de aquella mañana. Sería por su debilidad, o porque no había comido, pero ese pensamiento le sobrepasaba. Debía acostumbrarse al cambio, a la crisis, a que las cosas serían más difíciles en el futuro. Aquel líquido viscoso y blanco no era sangre, desconocía su nombre, bajaba por la pierna, sentía el pantalón empapado, se cerraría, se lo había aseverado su madre, y ella nunca pronunciaba palabras sin un sentido, sin una verdad absoluta, confiaba que pronto se encontraría bien. No albergaba en los interines de su dolor ni una tenue duda. Aún en su estado ayudaría a su familia a construir esa noche las bocas y las galerías que hicieran falta, le habían enseñado que el grupo es lo más importante. Sin él no eres se dijo, anímate, poco a poco te sentirás mejor. Ordenó la despensa con la intención de soltarse de su desazón, debía moverse porque su cuerpo quería detenerse y lanzarlo contra el suelo, no se lo podía permitir, le dieron arcadas y fue hacia las letrinas, no llegó, derramó más de lo que había comido aquella noche. Se sintió mejor. Volvió al comedor, se estaban levantando. La madre le indicó a cada uno lo que debía hacer.
La madre le dijo: Tú quédate aquí, mañana nos servirás mejor.
No rechistó, afirmó con la cabeza, los ojos se le cerraban, se resistía a no ser útil aunque fuese de pensamiento, se tumbó en el jergón relleno de recortes de papel, hacía al menos dos meses que no había cambiado el material, olía a madriguera, no le molestaba, le hacía sentirse más protegido y en casa, se tapó con el edredón más grueso, era de su hermana pequeña, hacía poco lo encontraron en los montículos textiles y se lo había quedado la más friolera, se acurrucó dentro dejando únicamente su cara al aire, podía ver el baile de sombras que producía la tubería del gas, y escuchaba a su familia trabajando, usando el cortafrío, el soplete, el mazo… El golpeo de metal contra metal, un sonido que lo sumía en la somnolencia de la cuna, fue lo primero que escuchó al nacer.
La noche le pareció fabricada con la misma eternidad de siempre, brotaban imágenes del aire, animales que reptaban entre las virutas de color que tejía la oscuridad, voces de familiares que se murieron, como la de su padre o su abuela, montículos variados de ropa, enseres, muebles, plásticos, carne, verduras, cáscaras de mejillones, se repartían el espacio de la cueva. De repente el niño rubio se asomó con la mano y el piolet detenidos con el ademán de hacerle daño, pudo esquivarlo, era la segunda vez y sabía donde caería el golpe, lo atrapó posteriormente con el brazo izquierdo abrazándole el pecho y le coloco la mano derecha en la barbilla tirando hacia atrás de la cabeza, las fuerzas del muchacho rubio eran pocas pero se agitaba como una lagartija, le dijo que lo soltaría si se mantenía quieto, aflojó la tensión que ejercía sobre el cuello y le preguntó el porqué de su acción. Yo no te he hecho nada le dijo él, el niño rubio balbuceó, quizás tuviese un retraso, no conseguía descifrar sus palabras, le parecía que decía enemigo. Yo no quiero ser enemigo, le contestó. El niño siguió repitiendo aquella palabra indeterminada. Él gritó al techo de la cueva, ¡no quiero ser enemigo de nadie!, ¿por qué me obligas? Le volvieron rebotadas sus palabras y lo despertaron. Seguían los trabajos y la oscuridad, la herida expulsando líquido, y el dolor que se había transferido al resto del cuerpo, el corazón punzante culebreaba por debajo de la piel, chorreaba de sudor. Pero el niño rubio seguía allí como una aparición sentado en la boca de la cueva, mirando hacia un cielo tan negro que podía ser que no estuviese, parecía vigilante, de pronto se le ocurrió algo terrorífico, tal vez hubiesen atacado a su familia, no consiguió levantarse, su cuerpo estaba paralizado, ni un músculo le obedeció, intentó gritar de nuevo, pero tampoco expulsó sonidos. Era un sueño, seguro, del que intentó despertarse.
Una silueta atravesó el umbral y rompió al niño rubio convirtiéndolo en un montón de sillas plegables de metal con un abrigo por encima, se le acercó, le colocó la mano en la frente, eran los huesos fríos y duros de su madre, le introdujo algo en la boca, y le acercó el balde de plástico con el agua, hundió la cara en ella y bebió. La madre le dijo ya no sufrirás más, descansa, los que quedamos lucharemos también por ti. Él, como siempre, hizo caso a su madre, se tumbó hacia arriba, se destapó para dejar escapar el calor sofocante que lo ahogaba, vio ascender un vaho de blanco mortecino, la madre le beso en la frente, se despidió, sus hombros rectos más negros aún que el cielo se quedaron flotando en la boca de la cueva hasta que los ojos de él se cerraron.
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