Todo país que se precie se ha construido con la guerra, las fronteras las han delimitado los poderes económicos, que puede que nos parezca que fueron el rey o el presidente de turno, más o menos peleles de los verdaderos mandatarios que se mantuvieron en la sombra. No han estado tan escondidos para el que sabe y/o quiere mirar. Los que vivimos enclaustrados dentro de unas fronteras somos hijos de una cultura más heterogénea de la que nos intentan hacer creer, incluso en países férreos en sus tradiciones religiosas como el nuestro, y digo bien con el termino tradición, porque la creencia es otro ala de la religión menos controvertida e íntima y casi nunca la mayoritaria, la más mortífera es la que se inviste del derecho de imponer la costumbre, la norma en el actuar y en el vestir, disfrazada de una mano divina que se parece demasiado a una humana. En este país, que es el que conozco mejor, aunque no lo comprenda, el acto religioso impregna todo con su atmósfera apócrifamente pagana, y cuando sus normas no poseen un razonamiento íntimo, aunque éste sea imbuido por una creencia elaborada ante la finitud y por tanto al miedo insondable a la muerte, y aparte son tan rígidas que llegan a imponerse con más o menos violencia, éstas más que un corsé social son el fin de la convivencia y la confianza entre semejantes. El acto social obligado es un lugar que nos une en la suspicacia. La mayoría aspiramos a ser buenas personas, aunque en la forma no sepamos gestionarlo, porque se nos haya enseñado que debemos guardarnos del engaño, es decir se nos ha dado de comer desconfianza. Y ésta es la que nos produce los monstruos de la concordia. Y cuando llega la violencia, ficticia o real, o su hermano sutil, el miedo a perder cosas, dinero, estatus (por muy bajo que sea este), nos replegamos en la desconfianza y preferimos el terror silencioso de la mano que lo dirige todo.
Hoy en este día aciago, cuando el fascismo asciende no solo en el parlamento, si no en la sociedad, se puede afirmar que el malismo nos empuja a la batalla. Y esta se produce y se producirá como siempre, entre los de abajo. La gente prefiere odiar al diferente a quererse ella misma, luchar contra el nacionalismo con nacionalismo, usar la violencia para acallar cualquier ataque por muy dialéctico y razonado que se nos presente, que intentar y perseguir la libertad, el feminismo, la equidad, la educación, la sanidad para todos, la sostenibilidad… Preferimos convertirnos en malas personas que apostar por el movimiento, que se nos presenta incierto aunque apasionante. Preferimos lo malo conocido y miles de años repetido que construir un mundo nuevo y alejado de esos poderes que al cerrar los ojos no vemos. Preferimos hacer sufrir, incluso infringirnos sufrimiento, que solucionar los problemas de cara y pensando en el prójimo, y no solamente en nuestro prójimo, si no en todos los prójimos que componen el mundo.
Hoy es un día aciago, pero para los pesimistas del mundo, es nuestro primer día, nuestro primer paso, la primera mano a la primera raíz, no podemos hundirnos más, no podemos permitírnoslo.
Apostar por el «Malismo»
