Son de esos recuerdos
que nadie sabe si ocurrieron
como se recuerdan,
lo que importa es su huella:
La puerta del colegio desde dentro
era la cárcel de la infancia lenta
el sumidero de la esperanza perezosa,
los libros escolares eran para niños
sin imaginación y sin risas,
alguien, tal vez yo, los adornaba
de garabatos al margen
de voces que salían ellas solas
del mutismo cadencioso de la tarde,
reía por dentro, la profesora explicaba
la teoría de las palabras, esos verbos
adjetivos, qué sé yo, no comprendía
y sigo sin hacerlo, entre tanto
las frases se escribían en el cuadernillo
recitando historias de una fábrica de libros
de una granja de animales felices
de una aventura en la que dialogaba
con personas que vivían
sobre las hojas de los árboles,
me preguntaba quién no ha escuchado sus discursos
a veces bastantes acertados
cuando el compás del viento
ensalza sus voces,
puede que la profesora me preguntara
sobre la clase de esa tarde
por ejemplo que le recitase
el futuro imperfecto del verbo escribir
y yo le contestase que escribir no es un verbo
y su futuro afortunadamente no es perfecto,
¡escribir es un adjetivo!,
quizás todos se riesen y yo también
y replicase que adjetivo expresa cualidad o accidente,
¡escribir es un adjetivo!,
y quizá esa tarde saliese con una nota
para mis padres, atrás dibujé una hoja
y escribí un primer poema,
se perdió puede que deliberadamente,
la profesora olvidó aquel papel
yo olvide el poema,
hoy me he acordado
la sonrisa me ha asistido
y ayudado tal vez en un mal momento,
todavía no comprendo ni esa tarde
ni esa clase, pero sí aprendí algo
a que uno debe construir lo que piensa.
Gracias a esa profesora,
intentó enseñarme
y no lo consiguió,
que escribir es un verbo.